Diario de Eugenio Robles 13: El mercado bajo San Telmo

 El mercado bajo de San Telmo

12 de noviembre de 2023



Buenos Aires tiene esa manía de esconder secretos a plena vista. La ciudad respira un aire denso, como si cada esquina ocultara una historia que prefiere no contarse. Hoy me reuní con Adabel en la Biblioteca Nacional. Como siempre, su presencia es un ancla; tranquila, meticulosa, con ese aire de quien ha leído más de lo que el mundo puede ofrecer.

Le mostré los garabatos que copié en el establo del Chaco. Los símbolos eran grotescos, con líneas que se entrelazaban en patrones que parecían vivientes bajo la tenue luz de su oficina. Adabel observó cada detalle, frunciendo el ceño con una concentración que pocas veces le había visto. Tras varios minutos, levantó la mirada y negó con la cabeza.

—No es algo que haya visto antes —dijo, devolviéndome las hojas. Pero antes de que la frustración pudiera asentarse, añadió—: Hay un lugar en San Telmo que podría ayudarte. No es oficial, ni siquiera es público, pero si alguien sabe de símbolos, son ellos.

San Telmo, con sus calles adoquinadas y sus fachadas envejecidas, es un barrio que se niega a morir. Pero lo que buscaba no estaba a la vista de los turistas ni de los coleccionistas de antigüedades. Adabel me dio una dirección y, más importante, una frase: "En la sombra, encontramos la luz."

Al llegar, la dirección me llevó a una ferretería anodina, de esas que parecen haber existido desde la fundación misma de la ciudad. Crucé el umbral, el aire cargado con el olor a metal y madera vieja. Detrás del mostrador, un hombre de mirada cansada me observó con curiosidad cuando pronuncié la frase.

Sin decir palabra, se levantó y abrió una puerta lateral que conducía a unas escaleras. Descendí, y con cada paso, el ambiente cambiaba. El bullicio del mercado superior se desvaneció, reemplazado por un silencio expectante, casi reverencial.

Lo que encontré abajo era un mundo completamente diferente. El mercado subterráneo estaba iluminado por lámparas de aceite que proyectaban sombras danzantes sobre las paredes de piedra. Puestos improvisados ofrecían objetos que desafiaban la lógica: amuletos de materiales que no reconocía, grimorios con títulos borrados por el tiempo, frascos con líquidos que parecían moverse por voluntad propia.

Cada paso me hundía más en un universo paralelo. Los mercaderes hablaban en susurros, como si temieran despertar algo dormido. Nadie parecía sorprenderse por mi presencia, pero sus miradas evaluaban cada movimiento, como si intentaran medir cuánto sabía y cuánto estaba dispuesto a descubrir.

Me dirigí a un puesto que Adabel había mencionado específicamente. Su encargado era un hombre delgado, con ojos hundidos y manos que parecían hechas para hojear libros antiguos. Le mostré los símbolos, y por primera vez desde que llegué, alguien reaccionó.

—Esto... no es común —murmuró, pasando un dedo por las líneas. Hablaba en un tono casi reverente—. Son marcas de contención, diseñadas para mantener algo atrapado, pero... también para proteger al exterior.

Me explicó que estos símbolos eran usados en rituales antiguos para contener criaturas o energías que no pertenecen a este mundo. No podía decirme exactamente de dónde venían, pero aseguró que estaban vinculados a prácticas que se habían perdido hace siglos, ocultas incluso para los círculos más profundos del ocultismo.

Salí del mercado con más preguntas que respuestas, como suele ser. No tengo pruebas concretas, solo un hilo que seguir en una red de misterios que parece no tener fin. Sin embargo, lo que aprendí hoy me confirma algo que ya sospechaba: lo que ocurrió en el Chaco no fue un simple tráfico de criaturas.

La organización invisible, los hombres de negro, no solo cazan lo paranormal; lo contienen, lo estudian, y quizá, lo usan. Mi trabajo ahora es seguir esos rastros antes de que desaparezcan entre las sombras de Buenos Aires.

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