Una vida en la casona
24 de noviembre de 2023
No pasó mucho tiempo antes de que ella apareciera, emergiendo de las sombras con la misma gracia espectral. Encendio las lamparas como de costumbre, nos saludamos con decoro, ella tomo la misma silla invisible y comenzo a hablar con una voz dulce y pausada.
—Mis días en esta casa transcurrían con placidez, señor Robles —dijo con aquella cadencia armoniosa, impregnada de nostalgia—. La mañana siempre comenzaba temprano, pues mi madre insistía en que una joven de buen nombre debía aprender a llevar un hogar. Me complacía asistirla en la cocina, aunque confieso que prefería con mucho perderme luego entre los jardines y el bosque en compañía de mis hermanos.
La luz tenue de una lámpara imaginaria parecía seguirla mientras se movía lentamente por la habitación, recreando con gestos y palabras la vida que alguna vez habitó la casona.
—Eran tres, ¿no? —pregunté, recordando lo que me había contado la noche anterior.
Alondra asintió.
—Así es. Lorenzo, el mayor; Valeria, la más pequeña; y yo, la del medio. Lorenzo poseía un espíritu intrépido y osado, siempre guiándonos en nuestras aventuras. Valeria, en cambio, era la dulzura personificada, siempre recogiendo flores o cuidando con ternura de los animales heridos que hallábamos en nuestro camino.
Hizo una pausa, su mirada perdiéndose en un rincón vacío.
—Mas el destino nos fue cruel —continuó en voz baja—. Una tormenta… se los llevó. Mi padre, desesperado, buscó socorro, mas el mar… el mar no conoce piedad, señor Robles. Os ruego que no olvidéis esta lección.
La mención de su padre cambió el tono de la conversación. Su tristeza se entremezcló con una admiración palpable.—Mi padre, Marco Caramaso, era un hombre extraordinario. Tal vez no me sea propio decirlo, pero pocos podrían contradecirme —sus ojos brillaron con un destello de fervor—. No era un ilusionista de feria, de aquellos que hacen aparecer cartas o extraen conejos de un sombrero. No… su arte era distinto. Él tenía el poder de doblegar la realidad misma, si osara creerlo.
Levantó una mano de forma delicada y por un instante, sentí que el aire en la habitación cambiaba, como si la energía de su relato tomara forma.
—Podía invocar tormentas y calmar vientos con una sola palabra. Bajo su voluntad, las flores nacían en pleno invierno y los ríos cambiaban su cauce. Era un hombre de gran poder, pero su mayor virtud siempre fue el amor que nos prodigaba a mi madre, a mis hermanos… y a mí.
La atmósfera se volvió más densa cuando habló de su final.
—Mas nuestro tiempo juntos fue demasiado breve, señor Robles. Fue una enfermedad, al principio, fue solo un cansancio leve… pero luego… —bajó la mirada, sus manos jugando con el dobladillo de su vestido vaporoso—. Mi cuerpo no resistió.
Sus palabras flotaron en el aire por un momento antes de continuar.—Mi padre… jamás pudo resignarse. Su dolor fue tan profundo, tan insondable, que desafió lo que ningún hombre debería desafiar.
—¿Qué hizo? —pregunté con un hilo de voz. La misma Casona parecia vibrar bajo las palabras de Alondra.
—Me condenó, señor Robles —confesó con una sonrisa triste—. Su deseo de retenerme fue más fuerte que la razón, y con ello selló mi destino. Ligó mi alma a estas paredes, me ancló a esta morada para que jamás estuviera sola. Pero el precio fue demasiado alto. Su poder, que tantas maravillas había obrado, comenzó a consumirlo. Hasta que un día… se fue. Y con él, la única compañía que me quedaba.
El cielo comenzó a clarear, anunciando el amanecer. Alondra miró hacia una ventana, su figura volviéndose más tenue con cada minuto.—La luz del día me reclama, señor Robles. Su abrazo me desvanece, como la niebla al amanecer —sus labios se curvaron en una sonrisa melancólica—. Mas no os preocupéis… cuando regreséis, aquí estaré.
Cuando la casona volvió a quedar en absoluto silencio, cuando la última brizna de su presencia se desvaneció con la llegada del alba, me quedé sentado, inmerso en la historia que acababa de escuchar.
El amanecer trajo consigo algo más que luz. Trajo una determinación. Si las palabras de Alondra eran ciertas, debían existir registros, documentos, vestigios de su existencia y la de su familia.
Tomé mi libreta y escribí un nombre con trazo firme: Archivo Histórico de Córdoba. Allí comenzaría mi búsqueda.




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