Runas y balas
7 de diciembre de 2023
Buenos Aires me recibió con su mezcla habitual de ruido y caos. Las avenidas, plagadas de autos y gente apurada, contrastaban con mi urgencia silenciosa. La bala, que aún guardaba en el bolsillo de mi abrigo, era un recordatorio constante de lo que había presenciado en La Pampa. No podía sacármela de la cabeza; su peso parecía aumentar con cada paso que daba.
Mi primer destino fue el taller de Marcelo, un viejo amigo y metalúrgico de confianza. Mientras él inspeccionaba la bala bajo la luz cálida de su banco de trabajo, yo observaba el desorden organizado de su taller: piezas de maquinaria, herramientas desgastadas y una cafetera vieja que se mantenía en una pieza gracias a una abrazadera metálica que la rodeaba.
—Es una bala común y corriente —dijo al fin, dándole vueltas entre sus dedos enguantados—. Pero hay algo interesante.
Me acerqué mientras él señalaba unas vetas apenas visibles en la superficie del proyectil.
—Esto, Eugenio, es hierro puro. No se usa en munición moderna. Es casi como si alguien la hubiera fabricado siguiendo métodos antiguos, esto es más artesanal que fabricado en masa.El hallazgo me intrigó, pero fue lo que Marcelo dijo después lo que realmente aceleró mi pulso.
—Mirá acá, en la base. Estos símbolos no son comunes.
Colocó la bala bajo una lupa ajustada al banco de trabajo por un brazo metálico echo con piezas de un capo de un Ford Falcón y me cedió su lugar. Ahí estaban: pequeñas marcas, casi imperceptibles a simple vista. Runas. Rápidamente copié los símbolos en mi libreta antes de que los detalles pudieran escaparse de mi memoria.
—No puedo ayudarte con esto, Eugenio —admitió Marcelo, apartándose—. Pero diría que no son meramente decorativos. Parecen tener un propósito, ¿no?
Lo pensé durante el viaje al mercado oculto en San Telmo. Las calles adoquinadas y los pasillos estrechos me condujeron a ese mundo subterráneo que se esconde bajo la fachada de lo cotidiano. Allí, los vendedores me miraban con sospecha, pero una frase clave, cortesía de mi amiga en la Biblioteca Nacional, me abrió puertas.
Un anciano de cabello gris y mirada penetrante se inclinó sobre mi libreta. Pasó sus dedos huesudos por las páginas, como si el contacto físico le revelara secretos invisibles.
—Runas nórdicas... pero no están solas. Aquí hay símbolos diaguitas. Una mezcla extraña, muy poco común.
Le pedí más detalles, pero su rostro se tornó sombrío. Se rasco la barba hizo una mueca y después otra.—No puedo traducir esto. Sin embargo, conozco un texto que tal vez pueda ayudarte. El cacán, tratado del idioma diaguita, por Isadora Luna. Está en la Biblioteca Nacional. Si querés respuestas, ese es tu próximo destino.
Me despedí con un apretón de manos y un nudo en el estómago. Cada paso que daba en esta investigación parecía conducir a un pozo más profundo. ¿Qué tipo de ritual o propósito conectaba el norte argentino con las tierras nórdicas? Y lo más inquietante: ¿qué relación tenía esto con la organización que operaba en las sombras?
Esa noche, mientras el tren cruzaba Buenos Aires con su característico traqueteo, sentí la bala en mi bolsillo. Un objeto pequeño, pero cargado con el peso de secretos antiguos.



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