Notas en el barrio
1 de febrero de 2024
Fue en un puesto de elixires donde obtuve mi única pista. Un hombre con manos curtidas y ojos como pozos oscuros me recomendó dirigirme al mercado negro de Avellaneda. “Pero cuidado”, advirtió, con una sonrisa que no llegó a sus ojos. “Allá no son tan… civilizados.”
No me gusta entrar a un lugar sin saber qué hay detrás de la puerta, pero a veces no hay opción. Enfundé mi revolver en el cinturón, como un recordatorio silencioso de que la precaución es un arma tan afilada como cualquier bala.
El mercado negro de Avellaneda no se esconde en las sombras. Se disfraza de una casa cualquiera entre las canchas de Racing e Independiente. Entrar allí fue como atravesar un umbral hacia otro mundo, uno donde el olor a cabras, gatos negros y gallinas llenaba el aire con una pesadez ritual. Era un bazar de lo macabro, un desfile de objetos y seres destinados a fines que preferiría no imaginar.
Había muñecos de tamaño real, hechos con precisión grotesca, y partes humanas que se ofrecían con la misma indiferencia que uno vendería herramientas en una feria. Aquí, el mal no se disfrazaba; se exponía. El instinto me decía que este lugar no era solo un mercado, sino un epicentro de algo más oscuro.Entonces, lo vi. Tallado en una mesa cubierta de libros y reliquias, un símbolo en Cacán, la lengua ancestral de los diaguitas. Era un emblema que había visto en las investigaciones sobre Isadora Luna. Estaba en el lugar correcto.
Mantuve la compostura mientras el corazón me martillaba en el pecho. Sabía que si daba un paso en falso, la curiosidad podría costarme caro. Pero la adrenalina del hallazgo me recordó por qué sigo haciendo esto, a pesar del peligro: la verdad siempre está al otro lado del miedo.



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