La sombra divina en Indochina
23 de marzo de 2024
—Hay una historia más, Robles —dijo finalmente, con voz grave—. Una que no encontrarás en los registros oficiales. Ni siquiera en las listas de medallas y honores que he dedicado mi vida a recopilar.
Mi interés, como siempre, despertó ante lo no dicho, lo enterrado en la sombra de los relatos oficiales.
—¿Dónde y cuándo? —pregunté, tomando la pluma entre mis dedos con anticipación.
El historiador se inclinó hacia adelante, sus ojos brillando detrás de las lentes.
—Indochina, 1904. Una colonia francesa que, para entonces, ya había conocido más que su justa cuota de tragedias.
Me explicó que, en ese año, un pequeño asentamiento en las profundidades de la selva comenzó a sufrir una serie de fenómenos inexplicables. Los trabajadores y soldados coloniales reportaban desapariciones nocturnas, voces susurrando en la oscuridad y una extraña neblina que parecía arrastrarse desde el río cercano, envolviendo el pueblo en un sudario húmedo y opresivo.—La gente hablaba de un demonio de la selva —dijo el historiador—. Un espíritu que devoraba a los vivos y sembraba el miedo en los corazones de los más valientes.
Ignacio Cruz estaba allí, aunque no como un soldado ni como un representante oficial del gobierno argentino. Según los registros extraoficiales, su presencia fue solicitada por un comandante francés que había trabajado con él previamente.
—¿Y qué hizo Cruz? —inquirí, impaciente.
El historiador sonrió de forma tenue.
—Lo que siempre hacía: investigó. Caminó entre la gente, escuchó sus relatos. Según testigos, pasó noches enteras en el borde de la selva, esperando, observando. Y un día, desapareció durante tres días completos.
El silencio que siguió a esa declaración pesaba en el aire.
—Cuando regresó, el pueblo ya no volvió a ver la niebla —continuó el historiador—. No más desapariciones, no más voces. Cruz nunca habló de lo que encontró, ni de lo que hizo en esos tres días. Pero dejó una advertencia: Nunca perturben el río.
Me quedé en silencio, absorbiendo las palabras. La imagen de Cruz enfrentándose a un mal invisible, solo y resuelto, calaba profundo en mi mente. El historiador recogió una taza de té de su escritorio y lo alzó, como si brindara por la memoria de un viejo camarada.
—Cruz no recibió medallas por Indochina —dijo—. Pero si preguntas a los descendientes de aquellos que vivieron allí, aún cuentan historias sobre el hombre que desafió al demonio del río.
Con eso Juliette me informo que la entrevista llegó a su fin. Mientras el historiador cerraba la puerta tras de mí, no pude evitar sentir un extraño respeto por la figura de Ignacio Cruz. No por las medallas que colgaban de su pecho, sino por las batallas invisibles que había librado, las que no se grababan en bronce ni se registraban en libros de historia.
Fuera, el viento de París me envolvía, pero mi mente estaba en otra parte, en una selva lejana donde los ríos guardan secretos y los héroes no siempre llevan uniforme.




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