Conversaciones bajo la lluvia
23 de marzo de 2024
—Entonces, Eugenio —dijo mientras tomaba una curva—, ¿qué crees que realmente ocurrió en Indochina?
No había pasado ni una hora desde que el historiador había cerrado la puerta tras de mí, pero la pregunta resonaba como si ella hubiera estado allí conmigo, en aquella sala cargada de secretos. Mire mi telefono distraido, un mensaje de conserjeria quejandose de las bolsas de basura fuera de mi puerta.
—Algo viejo —respondí, mirando por la ventana hacia los edificios que pasaban—. Algo que la selva guardó durante siglos. Cruz no lo derrotó; solo lo convenció de volver a dormir.
Juliette asintió lentamente, sus rizos oscilando con el movimiento.—¿Y por qué crees que nunca se supo de estas cosas? —preguntó, sus ojos fijos en la carretera pero su tono cargado de curiosidad.
—Quizá porque sabía que nadie las creería —respondí—. O porque algunas verdades son demasiado pesadas como para compartirlas.
Juliette se rió suavemente, un sonido que cortó la tensión de la conversación como un cuchillo afilado.
—¿Demasiado pesadas incluso para ti? —me desafió con una mirada fugaz.
Sonreí, sabiendo que era un golpe justo. Ella ya había notado que mi vida giraba en torno a desenterrar esas verdades.
La conversación cambió de tono mientras nos acercábamos al hotel. Juliette, en un momento, comenzó a hablar de su infancia en Lyon y sus viajes a Buenos Aires, de cómo había heredado su amor por los idiomas de su madre y su pragmatismo de su padre. Entre esas anécdotas, dejó caer una pregunta que me tomó por sorpresa.
—¿Alguna vez pensaste en dejar todo esto, Eugenio? —preguntó con suavidad, como si temiera alterar un equilibrio delicado.
Lo pensé por un momento, pero solo un momento.—No. Mi esposa... —hice una pausa, el peso de las palabras haciéndose evidente incluso para mí—. Ella solía decir que si hay cosas que nos aterran, es porque necesitamos enfrentarlas.
Juliette no respondió de inmediato. Su mano izquierda tamborileaba suavemente sobre el volante, un gesto que ahora reconocía como un signo de su mente trabajando rápido.
—Eso explica mucho —dijo finalmente, su tono cargado de una comprensión inesperada.
Al llegar al hotel, Juliette detuvo el auto y me miró con una mezcla de seriedad y algo que podría describir como ternura.—Mañana visitaremos los cuarteles de la Legión Extranjera —dijo—. Te sugiero que vayas con una camisa planchada. No quiero que los franceses piensen que los argentinos no sabemos vestirnos para la ocasión.
Reí por primera vez en todo el día, una risa que se sintió como un alivio bienvenido.
—Gracias por el consejo, Juliette. Lo tendré en cuenta.
Ella sonrió, y en ese instante, el peso de las sombras que perseguía pareció, aunque fuera por un momento, un poco más ligero.




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