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Rumbo a las sombras de Aubagne
24 de marzo de 2024
—¿Sabías que el récord de velocidad de este tren es de 574.8 kilómetros por hora? —me dijo, sonriendo con un destello de orgullo.
—¿Y eso es lo que estamos haciendo ahora? —pregunté, fingiendo pánico.
Juliette rió, un sonido que, por un momento, pareció hacer que la velocidad disminuyera.
—No exactamente, pero lo suficiente como para que lleguemos a Aubagne en poco tiempo —respondió mientras observaba el paisaje pasar como un borrón verde y gris.
La conversación fluía con naturalidad. Me contó anécdotas sobre viajeros despistados y cómo, en una ocasión, un pasajero olvidó su pasaporte en la estación de Lyon, lo que provocó un caos que retrasó todo el servicio.—¿Y tú? —preguntó, mirándome de reojo—. ¿Alguna vez te has olvidado algo importante en un viaje?
—Mi cordura, quizás —respondí, lo que provocó otra risa de su parte.
Con cada palabra, cada sonrisa compartida, sentí que la distancia entre nosotros disminuía, como si la velocidad del tren no solo acortara el viaje físico, sino también el emocional. Era extraño sentirme tan cómodo con alguien que, hasta hace unos días, era una completa desconocida.
El paisaje fuera del tren cambió, y Juliette, con su tono habitual de curiosidad mezclado con humor, comenzó a describir los pequeños pueblos que pasábamos.
—¿Ves ese campanario? —dijo, señalando una estructura que apenas se distinguía en el horizonte—. Allí cuentan que una vez un soldado de la Legión perdió una apuesta y tuvo que subir descalzo en pleno invierno.
Reí con ella, pero mis pensamientos ya estaban en Aubagne, en lo que me esperaba en esa sede central. Sabía que la Legión Extranjera había sido un refugio para almas perdidas y soldados de fortuna, pero también para aquellos que, como Ignacio Cruz, buscaban enfrentarse a lo desconocido.
La conversación se detuvo por un momento, y fue entonces cuando Juliette, con una mirada seria y un tono más suave, preguntó:
—Eugenio, mencionaste a tu esposa ¿Ella te espera en casa?
El peso de sus palabras cayó sobre mí como un mazo. No era la primera vez que alguien preguntaba, pero con Juliette la pregunta parecía diferente, como si no solo buscara respuestas, sino también entender un poco más de quién soy.
Respiré hondo antes de responder.
—No, Jimena era… —empecé, luchando por encontrar las palabras adecuadas—. Era calma en medio del caos. Tenía esta sonrisa, ¿sabes? No de las que se muestran por cortesía, sino de esas que iluminan una habitación. Cada día con ella era un recordatorio de que la vida podía ser simple y hermosa.Juliette me escuchaba en silencio, sus ojos oscuros fijos en mí, ofreciéndome una empatía que no esperaba.
—La perdí hace años —continué, sintiendo un nudo formarse en mi garganta—. Fue un accidente, algo tan absurdo como cruel. Una tarde cualquiera, un cruce de caminos, y de repente… ya no estaba.
Hice una pausa, observando el paisaje que se desdibujaba a través de la ventana.
—Desde entonces, me ha perseguido la idea de que hay cosas en este mundo que no podemos controlar. Pero si puedo encontrar respuestas, si puedo enfrentar esos misterios, tal vez pueda encontrar algo de paz.
Juliette no respondió de inmediato. En cambio, extendió una mano y la colocó sobre la mía, un gesto simple pero lleno de significado.
—Lo siento, no lo sabía... Gracias por compartirlo, Eugenio —dijo finalmente, su voz apenas un susurro—. Ella estaría orgullosa de ti.
El tren continuó su marcha, pero algo había cambiado en ese vagón. Entre Juliette y yo, el silencio que siguió no fue incómodo, sino una pausa necesaria, un momento para procesar lo que se había dicho y lo que se había sentido.
Aubagne se acercaba, y con él, nuevas sombras que enfrentar. Pero por primera vez en mucho tiempo, no sentía que estaba solo en este viaje.
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