Bajo la sombra de la Legion
25 de marzo de 2024
Juliette manejaba con destreza, explicando con su característico humor cómo los franceses habían perfeccionado el arte de perderse en calles angostas. Yo la escuchaba a medias, con mis pensamientos ya puestos en lo que nos esperaba en la sede de la Legión Extranjera en Aubagne.
El lugar era más sobrio de lo que esperaba, una mezcla de funcionalidad militar y respeto histórico. Nos recibió un oficial alto, de piel tostada y porte imponente, que nos saludó con un ligero asentimiento. Nos condujo por pasillos impecables hasta una sala donde cajas descansaban sobre una mesa metálica. Cada caja estaba etiquetada con fechas y ubicaciones: Argelia, 1906, resaltaba como una herida fresca.
—Aquí están los documentos que solicitó —dijo el oficial en un francés preciso, pero con un leve acento que no lograba identificar.
Juliette, siempre eficiente, se lanzó sobre la primera caja, abriendo los expedientes con la destreza de alguien que sabe exactamente lo que busca. Yo, con mi francés de escuela y una buena dosis de terquedad, intenté seguirle el ritmo.
—Eugenio, deja eso. No querrás interpretar mal una frase y terminar escribiendo que los franceses invocaron al demonio por accidente —dijo Juliette, burlona, mientras me quitaba un documento de las manos.—Eso podría explicar algunas cosas —repliqué, lo que provocó una risa breve, pero honesta.
Finalmente, después de lo que pareció una eternidad de papeles amarillentos y tinta desvanecida, encontramos lo que buscábamos: un informe escrito por un soldado francés, Pierre Lemaitre, fechado en agosto de 1906. Juliette comenzó a leer en voz alta, su tono volviéndose grave a medida que avanzaba.
El relato era más que un simple informe militar. Lemaitre describía con una mezcla de admiración y temor cómo Ignacio Cruz, un extranjero al que algunos ya llamaban el Guerrero del Sol, había ideado un plan para contener lo que él llamaba una “horda de muertos inquietos”. Según Lemaitre, estos seres no eran simples bandidos, sino cadáveres reanimados, implacables e inmunes al dolor.
Cruz había utilizado las antiguas leyendas de Argelia para atraerlos al fuerte. Marcó cada entrada y ventana con runas grabadas en las puertas, símbolos que el soldado no comprendía pero que describía con detalle.
—Los muertos avanzaron como sombras, atraídos por la luz de las linternas y el sonido de tambores resonando en el interior del fuerte —leía Juliette, mientras yo imaginaba la escena—. Una vez dentro, Cruz cerró las puertas con un pesado pestillo y murmuró unas palabras que Lemaitre no logró entender.
El punto culminante llegó cuando el fuerte fue envuelto en llamas. Cruz había impregnado las estructuras con un combustible especial, y al encenderlas, las llamas purificaron todo lo que estaba dentro.
—Cuando la última llama se extinguió, el amanecer trajo consigo un silencio absoluto. Ignacio Cruz emergió de entre las cenizas, ileso, como un ángel guardián enviado por la luz misma —terminó Juliette, cerrando el documento con reverencia.
Lemaitre no ahorraba palabras para describir a Cruz. Lo veía como algo más que humano, un protector de la luz que caminaba entre los mortales. Me resultaba fascinante, y a la vez perturbador, cómo el mito y la realidad se entrelazaban tan fácilmente en situaciones extremas.
Miré a Juliette, que parecía tan inmersa como yo en la historia. Las palabras de Lemaitre resonaban en mi mente. ¿Era Cruz un hombre con habilidades extraordinarias o algo más? Era un misterio que parecía desdibujarse cuanto más intentaba enfocarlo.El oficial regresó justo cuando guardábamos los documentos. Agradeció nuestra discreción, y Juliette le devolvió la sonrisa, un pacto silencioso de confidencialidad sellado en ese momento.
El viaje de regreso prometía ser igual de intenso. Las palabras de Lemaitre seguían girando en mi cabeza, y aunque habíamos encontrado una pieza más del rompecabezas, la figura de Cruz, tanto héroe como enigma, continuaba desafiando toda lógica.




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