Un descanso en el camino
26 de marzo de 2024
Dormí un par de horas, quizá más, hasta que el sonido del tren desacelerando en una estación menor me devolvió al mundo. Al abrir los ojos, lo primero que vi fue a Juliette. Dormía contra el vidrio de la ventana, su cabello rizado enredándose con la luz tenue del atardecer. Había algo en su expresión serena que me desarmó por completo.
En ese momento, no parecía una intérprete ni una investigadora, sino algo más. Un ser que desafiaba mi capacidad de describirlo con precisión. La línea suave de su mandíbula, la curva de sus labios apenas abiertos, la sombra de sus pestañas descansando sobre su piel morena. Había una paz que contrastaba con la intensidad de su carácter despierto. Parecía casi etérea, como si perteneciera a un plano distinto al que yo ocupaba.
La escena me atrapó. Fue como si el tiempo se suspendiera, y el sonido rítmico del tren se convirtiera en el latido de un corazón compartido. En mi línea de trabajo, la belleza se presenta pocas veces, y cuando lo hace, suele estar teñida de sombras. Pero Juliette, en ese momento, era luz pura.Intenté apartar la vista, buscar refugio en la ventana, en mis apuntes desordenados o en cualquier otra cosa que no fuera ella. Pero mis ojos siempre volvían. Una y otra vez.
De pronto, Juliette se movió ligeramente, su mano buscó algo, y fue entonces que me di cuenta. Mi mano estaba entrelazada con la suya, sin que pudiera recordar en qué momento había sucedido. La calidez de su piel contra la mía era un recordatorio tangible de que incluso en los viajes más oscuros, hay destellos de humanidad que no deben ser ignorados.
Juliette abrió los ojos lentamente, su mirada todavía desenfocada por el sueño. Cuando se dio cuenta de nuestra conexión, un rubor suave tiñó sus mejillas. Me miró con una mezcla de sorpresa y algo que no pude descifrar del todo.
—Perdón... —dijo en un susurro, apenas audible por encima del murmullo del tren.—No hay nada que perdonar —respondí, aunque mi voz sonó más grave de lo habitual.
Ambos nos soltamos al mismo tiempo, como si el contacto fuera un secreto demasiado precioso para exponerlo a la luz. El resto del trayecto lo pasamos en silencio, pero no fue incómodo. Era el tipo de silencio que comparte la gente que entiende que las palabras, a veces, son innecesarias. Ella me sonrió con una sonrisa que ilumino todo el tren, después charlamos hasta llegar a destino ininterrumpidamente.
La noche había caído cuando llegamos a París. Pero algo dentro de mí sabía que la luz, al menos esta vez, no se había apagado del todo.




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