Diario de Eugenio Robles 54: La caja de Rabat

La caja de Rabat

29 de marzo 2024


Marruecos tiene un aire que desafía la lógica. Sus calles son un laberinto donde cada esquina parece esconder un secreto, un susurro del pasado. El zoco bulle con vida; el aroma de especias, cuero curtido y café recién hecho impregna el aire. Juliette se mueve con una familiaridad desconcertante. Para ella, estas calles no son extrañas, sino un patio trasero donde el caos y la belleza coexisten en perfecta armonía.

—Aquí sí saben hacer café —me dice, guiñando un ojo mientras pasa por un puesto callejero.

Juliette me cuenta que pasó la mayoría de sus vacaciones entre España y Marruecos. Su voz tiene un matiz nostálgico, como si cada esquina de Rabat le susurrara memorias de un verano eterno. Yo, en cambio, me siento un extraño, un forastero cuya única brújula es su instinto.

La embajada francesa es un contraste violento con el resto del paisaje. Un edificio que bien podría estar en el corazón de París, desentonando con la arquitectura local. Nos reciben con formalidades mínimas, un par de saludos rápidos y un paquete que depositan en mis manos con una urgencia apenas disimulada.

—Bonne chance —me dice uno de los funcionarios, haciendo un gesto para que nos marchemos.

De regreso al hotel, Juliette se descalza y se deja caer sobre un pequeño sofá de dos cuerpos. Observa con curiosidad mientras desarmo la caja, desplegando documentos amarillentos y descoloridos sobre la mesa. Hay algo casi ritual en la manera en que me sumerjo en esos archivos. Mi francés sigue siendo torpe, pero Juliette se ofrece a traducir solo cuando se lo pido. Este es un trabajo que prefiero hacer solo, al menos al principio.

Uno de los documentos llama mi atención. Es un informe policial fechado en 1906, con una mención explícita de Ignacio Cruz. Relata la persecución de tres personas en el desierto, cerca de la frontera con Argelia. Según el informe, uno de los hombres estaba infectado con lo que llaman la plaga que no muere. El lenguaje es críptico, pero las implicaciones son claras: un virus, una enfermedad que transforma a los vivos en algo más cercano a la muerte.

Sigo leyendo. Cruz, siempre metódico, guía al grupo hacia una casa aislada en el límite fronterizo. El documento detalla cómo selló las ventanas y puertas con un método que los locales describieron como rituales de fuego purificador. Luego, incendió la casa, destruyendo todo rastro de los infectados. Lo que me inquieta es que la alerta policial inicial fue rápidamente anulada desde París, como si todo este episodio fuera parte de un juego más grande.

Juliette se inclina hacia adelante, revisando uno de los documentos conmigo.

—Ignacio Cruz tenía rango honorario en la Legión Extranjera —murmuro.

Ella asiente, pero su atención parece haberse desviado hacia otro archivo. Me señala un nombre escrito con letra apretada: Enrique Martínez de Zaragoza, ciudadano español.

Un escalofrío recorre mi espalda. Este nombre parece ser una pista, un puente hacia el origen del virus. Martínez podría ser la clave para entender cómo comenzó todo. Si la infección surgió en España, entonces Marruecos fue solo una estación intermedia en una historia mucho más larga y oscura.

Juliette, con su sonrisa cómplice, parece notar mi tensión.

—España, ¿eh? —dice con un tono de desafío juguetón—. Parece que nuestra próxima parada será del otro lado del Mediterráneo.

Asiento en silencio, mi mente ya corriendo hacia las implicaciones. Ignacio Cruz no solo combatió horrores; los siguió hasta su raíz. Ahora, es mi turno de desenterrar ese pasado y descubrir quién o qué fue realmente Enrique Martínez.

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