Diario de Eugenio Robles 55: Reflexiones en Rabat

Reflexiones en Rabat

30 de marzo de 2024

Desperté con la mente aún atrapada en los documentos. El aire fresco de la mañana se cuela por la ventana entreabierta, trayendo consigo el murmullo lejano del mercado que comienza a despertar. Rabat tiene un ritmo que me resulta a la vez inquietante y acogedor, una mezcla de calma y caos que refleja el estado de mi mente.

En la caja, entre los archivos desordenados, encontré un nuevo fragmento del pasado de Ignacio Cruz. Un informe fechado a principios de 1906 relata su detención en la frontera marroquí. El Teniente Cruz, como siempre, viajaba ligero, pero con objetos que parecían sacados de un cofre de leyendas.

El inventario detallaba un diario personal —cuya ubicación actual es un misterio—, varios frascos con líquidos de colores no identificados, un anillo de la Legión Extranjera que podría haber sido robado y un colgante con un rubí del tamaño de una nuez. La descripción del rubí me detuvo: parecía contener fuego líquido en su interior. Los guardias, al principio incrédulos, lo trataron como una baratija exótica. Hasta que un cabo decidió juguetear con él.

El informe, escueto pero revelador, describe cómo el cabo sufrió quemaduras de segundo grado en ambas manos. Los superiores concluyeron que debía haber habido un derrame de uno de los líquidos de los frascos. Pero yo sé mejor.

Ese rubí, en el cuello de Cruz, tiene una conexión que no puedo ignorar. Recuerdo la espada que descubrimos en la cueva de Jujuy, la que albergaba la Llama Eterna. El mismo fuego sagrado que alguna vez protegió a aquellos soldados, y tal vez, al propio Cruz. Era más que un simple talismán. Si Cruz portaba una fracción de ese poder, la pregunta que ahora me atormenta es: ¿qué más sabía? ¿Qué más llevaba consigo?

Cuando lo liberaron, Cruz no perdió tiempo. Se dirigió directamente a Argelia, al fuerte que luego lo coronaría como un héroe condecorado. Pero antes de marcharse, dejó atrás algo que, por algún motivo, nunca fue reclamado. Una pequeña tarjeta de presentación.

La descubrí al fondo de la caja, entre papeles manchados y fragmentos sueltos. De un lado, una dirección en Buenos Aires. Una línea sencilla, formal: Teniente Ignacio Cruz. Del otro, una frase que me dejó helado: Operación Nocturna.

Operación Nocturna. No es la primera vez que ese nombre surge, pero verlo en algo tan íntimo, algo dejado atrás casi como un descuido, me hizo comprender que esto no era solo una misión más. Era un juramento, un legado que Cruz cargaba consigo como una cruz de fuego.

Juliette sigue dormida en el sofá, su respiración tranquila. Mañana devolveré la caja a la embajada. Pero hoy, mis pensamientos están en España. Si el origen del virus está allí, entonces el rastro de Enrique Martínez será mi próxima pista. Cruz no estaba persiguiendo hombres; estaba cazando una plaga. Y yo, ahora, estoy cazando la verdad.

Comentarios

Acólitos