Diario de Eugenio Robles 56: Una plaza en Rabat

Una plaza en Rabat

1 de abril de 2024

La caja fue devuelta con la misma indiferencia con la que me la entregaron. Los funcionarios de la embajada ni siquiera se molestaron en revisar el contenido. Un rápido asentimiento y un ademán hacia la puerta, como si el paquete nunca hubiera existido. Este comportamiento, aunque rutinario, encierra una verdad más profunda: aquí, en Marruecos, los secretos pesan tanto como las piedras que forman sus muros.

Cuando regresé al hotel, Juliette aún dormía. Su figura, envuelta en la luz tenue de la habitación, tenía algo de onírico. Le dejé un café humeante sobre la mesita y me senté a dibujarla unos minutos. Hay algo en su serenidad que contrasta con el torbellino en el que estoy inmerso. Como si fuera un faro en esta travesía oscura.

El día se deslizó entre callejones serpenteantes y aromas de especias que parecían venir de todas direcciones. Marruecos tiene esa cualidad hipnótica, una mezcla de historia y misterio que se siente en cada rincón. Juliette se movía con la seguridad de quien conoce cada piedra del camino, guiándome entre el bullicio del mercado y los silencios de las mezquitas. Fue un día ligero, casi irreal, como si las sombras que perseguimos no pudieran alcanzarnos aquí.

Pero todo cambió al caer la tarde.

Juliette me llevó a una pequeña plaza oculta, lejos del bullicio, detrás de una iglesia que parecía haber sido olvidada por el tiempo. Allí, sobre una pared desgastada, se alzaba un mural sorprendente. Pintado con trazos fuertes y colores apagados, el rostro de Ignacio Cruz dominaba la escena. El detalle era impresionante: su mirada intensa, el uniforme desgastado por el desierto, y en el centro de todo, el rubí colgando de su cuello, como si ardiera con un fuego propio.

“¿Sabes de la historia del Hombre de Fuego de Marruecos?” preguntó Juliette, con una sonrisa que mezclaba travesura y misterio.

Negué con la cabeza, incapaz de apartar la vista del mural. Ella se sentó en un banco cercano, y con un tono casi solemne, comenzó a relatar.

“La leyenda dice que, hace más de un siglo, un hombre llegó a esta ciudad portando un fuego divino. No era cualquier hombre, sino un guerrero que podía controlar las llamas. Algunos decían que era un enviado de los cielos; otros, un ángel caído. Pero todos coincidían en una cosa: donde él iba, la plaga retrocedía, y los demonios de la tierra eran consumidos por su fuego.”

Cada palabra me estremecía. No era la primera vez que escuchaba sobre las hazañas de Cruz, pero este relato lo presentaba bajo una luz completamente distinta. No como un soldado, sino como un ser casi mitológico, un protector cuyos métodos eran tan temidos como venerados.

Mientras Juliette hablaba, mi mente comenzaba a atar cabos. La cueva de Jujuy, el fuerte en Argelia, los infectados y ahora este mural. Todo apuntaba a algo mucho más grande que una simple misión militar. ¿Ignacio Cruz era el único que portaba este poder? ¿O había más como él?

Juliette terminó su relato con un silencio que se sentía como una invitación a reflexionar. “¿Qué piensas?¿No es exactamente lo que comantaban de tu Teniente?” me preguntó finalmente.

No supe qué responder. Miré el mural una vez más, con la mente llena de preguntas y el pecho apretado por una mezcla de asombro y confusión.

El hombre de fuego. ¿Qué secretos escondía realmente Ignacio Cruz?

Mañana partiremos a España. Siento que la verdad está más cerca, pero también más peligrosa. 

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